martes, agosto 26, 2014

La culpa la tiene el micro ondas

¿Cuándo ha sido la última vez que hemos esperado pacientemente por algo? ¿es la inquietud que produce la impaciencia la que nos crea una angustia? ¿es la espera un espacio desperdiciado?

¡Mamá apúrate! No los hago esperar, paso por encima de mí misma para que los chicos no esperen, pero los chicos ya no tienen paciencia.  Me dice una amiga.

No puedo esperar a contarle esto a X. Se lo digo al primer conocido que tengo a lado y si no, qué más: uso el whatsapp. Solucionado, comunicados en lo inmediato.

Entraba hoy a mi cocina y me topé con el micro ondas. El plato caliente en menos de un minuto. Ya no tengo que esperar. Aprendo a usarlo, ya no tengo que perder tiempo al lado de la olla calentando la comida, para mí, para los demás. Dejo el plato servido y cuando venga el que lo necesite, solo tiene que meterlo en ese aparato moderno, creado para que no perdamos tiempo. Ya no puedo esperar, ya no sé esperar. El concepto de inmediatez cobra vida cuando pulso el botón y a los cincuentaicinco  segundos tengo frente a mí el placer de la comida caliente.

Los inventores de los electrodomésticos no solo simplificaron la vida: planchas, refrigeradoras, lavadoras, secadoras, entre todo lo que conocemos. No se dieron cuenta, no se percataron: contribuyeron enormemente a incrementar la impaciencia.

La paciencia es un arte, es –según los entendidos- uno de los rasgos que identifica mejor el nivel de madurez que un adulto pueda mostrar. Paciencia para hacer, para escuchar, para digerir, para trabajar. Y no confundir paciencia con lentitud. Pero ahora, somos los adultos los que les estamos enseñando a los niños a no saber esperar. Todo lo quieren ya! La pataleta está al orden del día si no lo consiguen. Los resultados tienen que ser inmediatos. Tienen que conseguir lo que quieren sin saber mirar el reloj, rodeados de bulla, sin silencio, sin pausa alguna. De ese modo, todos estamos resultando inmersos en la vorágine de la IMpaciencia. 

Paciencia: facultad de saber esperar, versa el Diccionario de la Real Academia. También habla de la palabra “tolerancia”. Es ese suspiro hondo y profundo que equivale al tiempo que tiene que transcurrir para que podamos alcanzar lo deseado.


El sabor de la comida calentada en micro ondas no es el mismo que calentado en olla. Y efectivamente, hay personas a las que ello no les importa. Sin embargo, tenemos que hacer un esfuerzo para notar la diferencia

viernes, agosto 15, 2014

para el sábado 16 x 26.

Gioconda Belli es una escritora nicaragüense que descubrí hace muchísimos años atrás. Por esas casualidades de la vida tiene la capacidad de aparecer en mi vida de manera azarosa, sin buscarla, sin pedirla, pero sí encontrar en ella la palabra precisa. 

La semana pasada visitando la librería El Virrey me di de bruces con su poemario En la avanzada juventud, un lujo entre manos. 

Aquí los dejo con un poema que en lo personal cae preciso para un 16 de agosto, tan especial para mí:

LOS CASADOS

Nos lanzaron sin miramientos
al cotidiano oficio de querernos
al tiempo del lavabo y del cepillo
a la espuma del baño
a las noches de almohadas compartidas
al espejo común
en que la desnudez rasga sin compasión
los velos del misterio.

Pareja humana somos
cuerpos de luz y de estropicio;
bajo las sábanas habita el sexo, el sudor, lo ingerido,
y en la mañana a veces
el vino duerme rancio en la boca asomado a los besos.

Esto y mucho más sobrevivimos
aprendemos el gusto de lo usado y sabido
el consuelo del gesto adivinado
las mañanas, la manera de acomodarnos en la cama
los ruidos, los ronquidos
el peso de los pasos cuando se va o se viene
el relieve morboso con que cada uno labra su trinchera
y protege la pequeña ventana donde mirar la luna
sin ser visto.

Redondo es el círculo de la intimidad
y asombroso el arsenal del amor
que con fallidas piedras
erige su castillo
y lo defiende.

jueves, agosto 07, 2014

Todo sobre mi madre

Hace semanas que este post me da vueltas en la cabeza y si no lo escribo voy a reventar. Aprovecho que hoy mi madre cumpliría 94 años y tal vez sea esto una suerte de homenaje. Hoy la entiendo más y no es porque no esté conmigo. Lo que pasa es que uno empieza a vivir como mujer y como madre los mismo años, y es ahí cuando (al menos es mi caso)  se empieza a ver todo desde otra orilla. Y porque mientras pasa el tiempo, más humana la recuerdo.

Lo primero que alguien dirá al leer el primer párrafo es que me equivoco con la edad de mi madre. Pues es lo primero que hay que aclarar. Nació en 1920 pero en esa época no había que ir corriendo a registrar a la criatura a la Reniec. Por ello, mi abuelo se acordó de hacerlo dos años después, fecha que además la bautizaron. Cuando ella sacó su primer documento legal (el brevete) bastó con presentar su Partida de Bautizo; ahí se consignaba el presunto nacimiento en 1922. Así vivió feliz de la vida, dos años más o dos años menos… ¿importa? Hubo un primer indicio que me llamó la atención sobre esto, fue una foto que existe en el Archivo Courret donde ella aparece con sus hermanas, la imagen es de 1923 y de ninguna manera la niña que aparece ahí tiene menos de un año. Cuando se lo comenté, ya ella tenía más de setenta y me dijo: “guárdame el secreto, para qué vamos a hacer lío, esa confusión siempre me convino, ¡ja ja ja!” Esa historia me encantó siempre. Luego encontré, el vero vero documento.

Mi madre no terminó el colegio. Por mil razones estuvo en varios, según me contó, ningún colegio era lo suficientemente bueno para mi abuela y consideraba que mejor era estudiar en casa. El último año lo hizo en el “Villa María” (pudo ser 3ero o 4to de media). Antes había pasado por el  "León de Andrade", y la primaria la hizo en Chile durante el destierro que sufrió mi abuelo durante el gobierno de Sánchez Cerro.  Por ello, se quejaba de no haber podido aprovechar su vida escolar y más aún, no haber podido estudiar una carrera universitaria. “¿Para qué iba a ir una señorita de buena familia a la universidad, si no lo necesitaba?”. Palabras lapidarias de su madre. También por ello,  decía tener muy mala ortografía (nada aberrante diría yo). Sin embargo,  guardaba con devoción un manual abreviado con las reglas básicas para poner tildes, el uso de “s” y “c”, y algunas conjugaciones de los verbos irregulares. El librito amarillento siempre lo encontraba en el cajón de su cómoda (el cajón más interesante que he visto en mi vida, por cierto).

Mi madre casi no hablaba inglés.  En el mundo en el que se movió con mi padre era fundamental. Viajaban a USA por lo  menos dos veces año para asistir a algún congreso o charla. No obstante,  ella se defendía con uñas y dientes, pero le quedaba claro que pedir el desayuno en un hotel era su talón de Aquiles: “Tu papá se iba temprano a su evento y yo, como en las películas”, me contaba,  “soñaba con comerme unos perfectos huevos fritos con jamón. Era claro y fácil pedir simplemente Ham and eggs, como comprenderás. Pero mi problema venía cuando el mozo me preguntaba en su inglés mascado (me encantaba esa frase hecha) cómo quería los huevos y empezaba xvlixvlhx xvljxvomdox, fodxljfkdifyt, scramble?  Y yo solo decía: yes! Entonces siempre, siempre terminaba comiendo huevos revueltos. ¡No te imaginas cómo me molestaba! Pero igual me lo comía… ¡ja ja ja!”.

Mi madre guardaba una agenda de bolsillo con sus sufrimientos registrados. En el mismo cajón de la cómoda ya mencionado, había una agendita de cuero con las hojas de borde dorado. En ellas, como niña curiosa, un día descubrí que nosotros hubiéramos sido seis hermanos, y no tres. Un embarazo no logrado estando recién casada. Una niña fallecida en sala de partos y, tres años después un niño que sufrió el mismo destino después de los nueve meses de embarazo. Cada uno con nombre y en el día de la agenda indicado el año. Compleja y dolorosa lista de niños perdidos. Agendadas estaban todas sus cirugías. Las muertes de seres queridos.  Agendada estaba el día que mi padre se fue de la casa: “Fernando se fue, 1980”. Qué tal forma de archivar el dolor…

Pero mi madre también  reía, y mucho. La risa la ayudó a levantarse cada vez que se caía. Bromear sobre aquello que no sabía cada vez que quedaba en evidencia. Se reía de ella misma cuando contaba sus historias. Tenía un estilo del humor muy particular y muchas veces se reía ella sola. Me encantaba cuando estaba con cara pensativa y empezaba a sonreír de sus propios recuerdos y podía acabar en una carcajada franca de esas que no quería compartir.

Mi madre leía compulsivamente. Sentada en el sofá. Lentes puestos. Leía, leía y leía. Así volvió a mi memoria el otro día, cuando  un alumno me dijo que él leía mucho gracias a su mamá que siempre le recomendaba libros y que ahora estaba leyendo las obras de García Lorca. Esa fue la chispa que terminó incendiando mi cerebro para escribir este post. Este extraordinario escritor español era uno de los autores favoritos de mi madre. Mientras Mathías, mi alumno, me decía eso yo retrocedí en el tiempo. “Este es el libro que tienes que leer” El tomo empastado en cuero marrón enorme de las obras de teatro completas fue un desafío. La preferida de ella “La casa de Bernarda Alba”. La fuerza femenina que destila esa obra es la que ella tenía latente en las venas y que, de cuando en cuando, salía a flote.

Para mí, y me parece bueno compartirlo, la humanidad de mi madre reside en todo lo que he contado y tuve la suerte de ver. Lo comparto porque además me parece  doblemente importante ya que las madres suelen esconder sus debilidades ante los hijos, por mil y una razones: por miedo, por temor, por sobre proteger a los chicos para que no sepan que su madre es débil. La madre que llora en silencio, la madre que no muestra su inseguridad, la madre que no le dije a sus hijos que tiene una falla genética, la madre que trabaja a forro para que sus hijos no cambien de estilo de vida, la madre culposa.


No sé cómo cerrar este post. Tal vez solo aconsejando a mis amigas (y lectoras) que son madres: muéstrense como son. A las que son hijas todavía: observen y  no la pierdan de vista; luego, la memoria se encargará de hacer el resto.