Este quizás podría ser el título
de un libro. Salió al azar en una conversación con JC contando la historia,
justamente, de un árbol que no quiso ser bonsái.
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De niña pasaba horas viendo a mi
padre dedicado a su jardín. Amaba el jardín de la casa y dentro de esta
devoción, pasaba horas investigando e invirtiendo tiempo en el cultivo de sus bonsáis.
En ese entonces, hablo de los lejanos 60s- 70s no existía esta proliferación de
los arbolitos enanos que vemos ahora hasta cuando salimos de una panadería.
Es más, recuerdo que en casa ni
siquiera los llamábamos por su nombre japonés. Simple y llanamente eran: los
arbolitos enanos (redundante entre el diminutivo y el adjetivo como verán). Supongo
que serían unos ocho o diez, a los que diariamente en un ritual cuasi oriental –
para seguir en el ambiente- mi padre
inclinaba su pequeña estatura (medía un metro sesentaiocho) con los lentes
sobre la nariz.
Todo en pequeño, como los
maravillosos haikus de Basho
De qué árbol florido
No lo sé,
Pero ¡ah, qué
fragancia!
De niña, me acercaba tímidamente
a observarlo y al descubrirme, dejaba que me hiciera cargo de la manguera que tenía
un aparato metálico especial que hacía que el agua saliera con un chorro fuerte
y maravilloso. Maravilloso para la ilusión de estar en el jardín, mientras él,
con unas tenazas especiales, hilo de pescar y una enorme paciencia cortaba las
ramas, amarraba los tronquitos y detenía el crecimiento natural del árbol…
Recuerdo uno cuyo tronco era
espinado. Otro del que creció una granada en miniatura. Pero hay uno en
especial… Uno que le dio mucho trabajo, uno que se resistía, uno que a pesar de
las ataduras, nudos, las horas de dedicación, y seguramente la preocupación, le
seguía dando batalla. El árbol ganó. Tuvo que sembrarlo a un lado del jardín y
dejar que creciera a su libre albedrío.
El molle, imponente, empezó a
secarse el año que mi padre murió.
Hoy, que la casa ya no existe, el
recuerdo del árbol que no quiso ser bonsái regresó con fuerza.
Gracias a la generosidad de
una gran amiga, esta semana recibimos como herencia cuatro bonsáis que su padre
había cuidado por más de veinte años. Curiosamente, mi hijo, y quizás teniendo
algo de su abuelo, está empezando a dedicarse a su cuidado.
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