El ajedrez es un juego atractivo. Curiosamente se vincula
con los eruditos, los matemáticos, entre algunos tipos de personalidad que
suelen salir de lo común. Inclusive pareciera que es casi una actividad
exclusiva de los varones.
En la literatura, el juego ha inspirado muchísimas novelas.
Una de ellas me gustó mucho: La tabla de Flandes de Arturo Pérez Reverté. Más
allá de la trama de la que no voy a hablar, las explicaciones que nos da el
narrador sobre las reglas del ajedrez son didácticas, cautivantes e
interesantes. Mafalda en varias de las tiras cómicas se devana los sesos
tratando de enseñarles a sus amigos la dinámica para que pudieran compartir con
ella la afición. Las reacciones van de acuerdo a sus personalidades: el humor
destaca por encima de todo.
Mi padre me enseñó a jugar ajedrez. En las tardes del
domingo cuando se metía a la cama cayendo la tarde me sentaba con él y
pasábamos un buen rato jugando una partida. Evidentemente me solía ganar en
casi todas. Me pasaba sus libros de partidas famosas “Capablanca” una de ellas.
Recuerdo el encuentro de Fisher y Spasky como si fuera ayer (en plena Guerra
Fría fue un hito histórico). Se esforzó especialmente en indicarme que finalmente el juego dependía de una pieza: la reina. Su capacidad de movimiento la volvía la pieza más importante de todas. El Rey, al que había que "matar" era un tonto inútil que lo único que hacía era esconderse. ¡Qué metáfora, por Dios!
Cuando viajaba a USA por algún congreso no dejaba de traer
al menos un Pocket Chess. Un estuche
del tamaño de una calculadora científica que se abría como una libreta con las
fichas imantadas. Una maravilla tecnológica para mí. A principios de los 70s
además, todo lo que venía del norte… lo era!
Me ha vuelto a la memoria una chispa hecha imagen, verme detrás
de su asiento en su Citröen D Palas 65 color
plata yendo en un largo paseo y aprovechando el trecho para jugar ajedrez. Se
preguntarán ¿cómo? Pues haciendo un ejercicio mental (más del suyo desde
luego). Yo con el tablero magnético en mano y él con el timón. Yo indicándole
cuáles eran las jugadas y él, construyendo el juego en su mente, formando el
mismo tablero que de vez en cuando pedía pasarle solo para darle una mirada. Mi
voz infantil entonaba: d4 y él seguía.
Esas partidas nunca se terminaban, solo eran un ejercicio mental en la que solo
los dos teníamos cabida.
No he vuelto a jugar ajedrez. Con el tiempo dejamos de jugar, con el tiempo dejamos mucho
en el tintero. Pero como con el tiempo los hijos nos ayudan a recuperar aquello
perdido. Alejandro, en su momento, pasó largas tardes con su abuelo jugando
ajedrez. Algunas fotos del álbum familiar conservan aún esos instantes en donde
frente a un tablero un niño y un adulto juntaban estratégicamente sus mentes para conquistar al rey del otro.