Hace semanas que este post me da vueltas en
la cabeza y si no lo escribo voy a reventar. Aprovecho que hoy mi madre
cumpliría 94 años y tal vez sea esto una suerte de homenaje. Hoy la entiendo
más y no es porque no esté conmigo. Lo que pasa es que uno empieza a vivir como
mujer y como madre los mismo años, y es ahí cuando (al menos es mi caso) se empieza a ver todo desde otra orilla. Y porque
mientras pasa el tiempo, más humana la recuerdo.
Lo primero que alguien dirá al leer el
primer párrafo es que me equivoco con la edad de mi madre. Pues es lo primero
que hay que aclarar. Nació en 1920 pero en esa época no había que ir corriendo
a registrar a la criatura a la Reniec. Por ello, mi abuelo se acordó de hacerlo
dos años después, fecha que además la bautizaron. Cuando ella sacó su primer
documento legal (el brevete) bastó con presentar su Partida de Bautizo; ahí se
consignaba el presunto nacimiento en 1922. Así vivió feliz de la vida, dos años
más o dos años menos… ¿importa? Hubo un primer indicio que me llamó la atención
sobre esto, fue una foto que existe en el Archivo Courret donde ella aparece
con sus hermanas, la imagen es de 1923 y de ninguna manera la niña que aparece
ahí tiene menos de un año. Cuando se lo comenté, ya ella tenía más de setenta y
me dijo: “guárdame el secreto, para qué vamos a hacer lío, esa confusión
siempre me convino, ¡ja ja ja!” Esa historia me encantó siempre. Luego
encontré, el vero vero documento.
Mi madre no terminó el colegio. Por mil
razones estuvo en varios, según me contó, ningún colegio era lo suficientemente
bueno para mi abuela y consideraba que mejor era estudiar en casa. El último
año lo hizo en el “Villa María” (pudo ser 3ero o 4to de media). Antes había
pasado por el "León de Andrade", y la primaria la hizo en
Chile durante el destierro que sufrió mi abuelo durante el gobierno de Sánchez
Cerro. Por ello, se quejaba de no haber
podido aprovechar su vida escolar y más aún, no haber podido estudiar una
carrera universitaria. “¿Para qué iba a ir una señorita de buena familia a la
universidad, si no lo necesitaba?”. Palabras lapidarias de su madre. También
por ello, decía tener muy mala
ortografía (nada aberrante diría yo). Sin embargo, guardaba con devoción un manual abreviado con
las reglas básicas para poner tildes, el uso de “s” y “c”, y algunas
conjugaciones de los verbos irregulares. El librito amarillento siempre lo
encontraba en el cajón de su cómoda (el cajón más interesante que he visto en
mi vida, por cierto).
Mi madre casi no hablaba inglés. En el mundo en el que se movió con mi padre
era fundamental. Viajaban a USA por lo menos dos veces año para asistir a algún
congreso o charla. No obstante, ella se
defendía con uñas y dientes, pero le quedaba claro que pedir el desayuno en un
hotel era su talón de Aquiles: “Tu papá se iba temprano a su evento y yo, como
en las películas”, me contaba, “soñaba
con comerme unos perfectos huevos fritos con jamón. Era claro y fácil pedir
simplemente Ham and eggs, como
comprenderás. Pero mi problema venía cuando el mozo me preguntaba en su inglés
mascado (me encantaba esa frase hecha) cómo quería los huevos y empezaba xvlixvlhx xvljxvomdox, fodxljfkdifyt, scramble? Y yo solo decía: yes! Entonces siempre,
siempre terminaba comiendo huevos revueltos. ¡No te imaginas cómo me molestaba!
Pero igual me lo comía… ¡ja ja ja!”.
Mi madre guardaba una agenda de bolsillo con
sus sufrimientos registrados. En el mismo cajón de la cómoda ya mencionado,
había una agendita de cuero con las hojas de borde dorado. En ellas, como niña
curiosa, un día descubrí que nosotros hubiéramos sido seis hermanos, y no tres.
Un embarazo no logrado estando recién casada. Una niña fallecida en sala de
partos y, tres años después un niño que sufrió el mismo destino después de los
nueve meses de embarazo. Cada uno con nombre y en el día de la agenda indicado
el año. Compleja y dolorosa lista de niños perdidos. Agendadas estaban todas
sus cirugías. Las muertes de seres queridos. Agendada estaba el día que mi padre se fue de
la casa: “Fernando se fue, 1980”. Qué tal forma de archivar el dolor…
Pero mi madre también reía, y mucho. La risa la ayudó a levantarse
cada vez que se caía. Bromear sobre aquello que no sabía cada vez que quedaba
en evidencia. Se reía de ella misma cuando contaba sus historias. Tenía un
estilo del humor muy particular y muchas veces se reía ella sola. Me encantaba
cuando estaba con cara pensativa y empezaba a sonreír de sus propios recuerdos
y podía acabar en una carcajada franca de esas que no quería compartir.
Mi madre leía compulsivamente. Sentada en el
sofá. Lentes puestos. Leía, leía y leía. Así volvió a mi memoria el otro día,
cuando un alumno me dijo que él leía
mucho gracias a su mamá que siempre le recomendaba libros y que ahora estaba
leyendo las obras de García Lorca. Esa fue la chispa que terminó incendiando mi
cerebro para escribir este post. Este extraordinario escritor español era uno
de los autores favoritos de mi madre. Mientras Mathías, mi alumno, me decía eso
yo retrocedí en el tiempo. “Este es el libro que tienes que leer” El tomo empastado
en cuero marrón enorme de las obras de teatro completas fue un desafío. La
preferida de ella “La casa de Bernarda Alba”. La fuerza femenina que destila
esa obra es la que ella tenía latente en las venas y que, de cuando en cuando,
salía a flote.
Para mí, y me parece bueno compartirlo, la
humanidad de mi madre reside en todo lo que he contado y tuve la suerte de ver.
Lo comparto porque además me parece doblemente
importante ya que las madres suelen esconder sus debilidades ante los hijos,
por mil y una razones: por miedo, por temor, por sobre proteger a los chicos para
que no sepan que su madre es débil. La madre que llora en silencio, la madre
que no muestra su inseguridad, la madre que no le dije a sus hijos que tiene
una falla genética, la madre que trabaja a forro para que sus hijos no cambien
de estilo de vida, la madre culposa.
No sé cómo cerrar este post. Tal vez solo
aconsejando a mis amigas (y lectoras) que son madres: muéstrense como son. A
las que son hijas todavía: observen y no
la pierdan de vista; luego, la memoria se encargará de hacer el resto.
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