Hay situaciones en la vida en las que la gente te hace favores inmensos y ni se entera. Una frase, una actitud o lo que fuera, puede hacer que aquello en lo que tú creías o pensabas hacer dé un giro de 180 grados, y si es para bien: ¡enhorabuena!
Cuando acabé el colegio pensé estudiar Derecho. El año anterior había pensado en otra carrera; mi lado científico –que lo tengo- había contribuido a que yo decidiera estudiar Industrias Alimentarias en al Universidad Agraria. Sin embargo, al empezar el último año de secundaria varios factores contribuyeron a mi radical cambio de vocación: mi nulidad con la Física, el divorcio de mis padres y sobre todo, el sueño de mi madre de tener una hija abogada –profesión que le fascinaba y que por miles de motivos inútiles de explicar, no pudo llevar a cabo-.
Entonces, allá en el lejano 1981 entré a la Universidad Católica y a sus maravillosos Estudios Generales. Creo, motivos aparte, que el resto de las universidades hasta ahora no aprende ni valora lo que estudiar dos años antes de entrar a la facultad especializada supone. El crisol de materias, el tener la posibilidad de ir madurando académica y emocionalmente, la universalidad (como su nombre lo indica) del mundo que uno descubre en esos cuatro ciclos no tienen precio.
El cuento, para acabarlo de un vez y que tenga cierta coherencia con el título es que cuando estaba en tercer ciclo, y como correspondía según la currícula, se matriculé en “Introducción al Derecho”, supuestamente un curso en el cual iría descubriendo los intríngulis de mi futura profesión, ¡qué ilusión! qué motivante!
En mi primera clase al escuchar a este veterano abogado hablando de ya no sé qué (han pasado 26 años, perdónenme…) y el curso se presentaba tan espantosamente aburrido, desmotivador, sin contenido crítico que me pregunté ¿qué chuc…. hago aquí? Yo no puedo estudiar esta carrera. Rogelio –el profesor- me estaba salvando la vida, estaba contribuyendo a que yo decidiera por mí y no por agentes externos. Una sola clase bastó para que: en primer lugar, yo no volviera más y en segundo lugar, escogiera la carrera que me ha traído enormes ENORMES satisfacciones.
No puedo ser mezquina y tengo que agregar que en paralelo recibí los sabios consejos de mi amigo Alfredo Arnaiz quien estudiaría Lingüística y actualmente trabaja en Microsoft en Seattle. Mi vocación por la Literatura fue un maravilloso romance, ha tenido amor, odio, resignación, entusiasmo, crítica y fracasos temporales…pero todo me llevó a disfrutar de un trabajo que me mantiene por sobre todas las cosas: viva. Y todo, gracias a Rogelio.
Nuestras vidas cargan varios héroes anónimos a los que les debemos la vida. Mi homenaje a este.
Cuando acabé el colegio pensé estudiar Derecho. El año anterior había pensado en otra carrera; mi lado científico –que lo tengo- había contribuido a que yo decidiera estudiar Industrias Alimentarias en al Universidad Agraria. Sin embargo, al empezar el último año de secundaria varios factores contribuyeron a mi radical cambio de vocación: mi nulidad con la Física, el divorcio de mis padres y sobre todo, el sueño de mi madre de tener una hija abogada –profesión que le fascinaba y que por miles de motivos inútiles de explicar, no pudo llevar a cabo-.
Entonces, allá en el lejano 1981 entré a la Universidad Católica y a sus maravillosos Estudios Generales. Creo, motivos aparte, que el resto de las universidades hasta ahora no aprende ni valora lo que estudiar dos años antes de entrar a la facultad especializada supone. El crisol de materias, el tener la posibilidad de ir madurando académica y emocionalmente, la universalidad (como su nombre lo indica) del mundo que uno descubre en esos cuatro ciclos no tienen precio.
El cuento, para acabarlo de un vez y que tenga cierta coherencia con el título es que cuando estaba en tercer ciclo, y como correspondía según la currícula, se matriculé en “Introducción al Derecho”, supuestamente un curso en el cual iría descubriendo los intríngulis de mi futura profesión, ¡qué ilusión! qué motivante!
En mi primera clase al escuchar a este veterano abogado hablando de ya no sé qué (han pasado 26 años, perdónenme…) y el curso se presentaba tan espantosamente aburrido, desmotivador, sin contenido crítico que me pregunté ¿qué chuc…. hago aquí? Yo no puedo estudiar esta carrera. Rogelio –el profesor- me estaba salvando la vida, estaba contribuyendo a que yo decidiera por mí y no por agentes externos. Una sola clase bastó para que: en primer lugar, yo no volviera más y en segundo lugar, escogiera la carrera que me ha traído enormes ENORMES satisfacciones.
No puedo ser mezquina y tengo que agregar que en paralelo recibí los sabios consejos de mi amigo Alfredo Arnaiz quien estudiaría Lingüística y actualmente trabaja en Microsoft en Seattle. Mi vocación por la Literatura fue un maravilloso romance, ha tenido amor, odio, resignación, entusiasmo, crítica y fracasos temporales…pero todo me llevó a disfrutar de un trabajo que me mantiene por sobre todas las cosas: viva. Y todo, gracias a Rogelio.
Nuestras vidas cargan varios héroes anónimos a los que les debemos la vida. Mi homenaje a este.
pd. No fui abogada, pero me casé con uno.
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