
Como ya comenté en un post pasado, quejarse está de moda, bien dicen que la queja es el deporte nacional.
Cuando alguien te te cuenta una pena, uno suele consolar a la persona como amerita el caso, inclusive como remedio a su consuelo le contamos una historia más trágica aún (“mal de muchos, consuelo de tontos” reza el refrán) pues siempre habrá un cuento peor.
Hoy el hecho me hace reflexionar sobre cuánto compartimos las cosas buenas que nos pasan, cuán público hacemos nuestra felicidad por temor a que parezca un acto de soberbia. Cuando nos va bien, cuando logramos un objetivo, cuando alcanzamos un estado de paz interior, o simplemente el equilibrio en nuestras vidas que nos puede dar derecho a sentirnos felices, la mayoría de los mortales suele sentir un atisbo de culpa.
¿Cómo le digo a mi amiga que está con en una mala situación económica que terminé de pagar la última letra de la hipoteca que me ahorcaba (y me siento feliz!); cómo le cuento a la otra cuyo marido la maltrata que celebro con alegría mi próximo aniversario; cómo explicar el estado de gracia producido por x, y o z motivo, cuando a mi lado alguien que quiero no lo tiene?
Y es que a veces, uno siente que no tiene derecho a ser feliz; que es mejor mantener ese secreto bien guardado, que es un placer que debe disfrutarse en silencio; hacia adentro, sin testigos.
Tal vez, lo inteligente será como alguna vez dijo sabiamente Fray Luis de León:
Cuando alguien te te cuenta una pena, uno suele consolar a la persona como amerita el caso, inclusive como remedio a su consuelo le contamos una historia más trágica aún (“mal de muchos, consuelo de tontos” reza el refrán) pues siempre habrá un cuento peor.
Hoy el hecho me hace reflexionar sobre cuánto compartimos las cosas buenas que nos pasan, cuán público hacemos nuestra felicidad por temor a que parezca un acto de soberbia. Cuando nos va bien, cuando logramos un objetivo, cuando alcanzamos un estado de paz interior, o simplemente el equilibrio en nuestras vidas que nos puede dar derecho a sentirnos felices, la mayoría de los mortales suele sentir un atisbo de culpa.
¿Cómo le digo a mi amiga que está con en una mala situación económica que terminé de pagar la última letra de la hipoteca que me ahorcaba (y me siento feliz!); cómo le cuento a la otra cuyo marido la maltrata que celebro con alegría mi próximo aniversario; cómo explicar el estado de gracia producido por x, y o z motivo, cuando a mi lado alguien que quiero no lo tiene?
Y es que a veces, uno siente que no tiene derecho a ser feliz; que es mejor mantener ese secreto bien guardado, que es un placer que debe disfrutarse en silencio; hacia adentro, sin testigos.
Tal vez, lo inteligente será como alguna vez dijo sabiamente Fray Luis de León:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.