Todos en casa tenemos un recuerdo traumático: ELLA y nosotros, sus padres. Cuando era niña, ELLA, al igual que el 99.99% de los niños se enfermaba de algo a cada rato, predominando los resfríos y todo aquello que puede girar alrededor de su aparato respiratorio. Una de las clásicas consecuencias de vivir en Lima es ser alérgico a la humedad. ELLA, no fue la excepción.
Ahí comenzaba la aventura; comenzaba en realidad, la tragedia. Había que darle la medicina a la criatura. ELLA chillaba, se resistía, sacaba una fuerza mismo mini Hulk (ojo que sigue siendo mini) y luchaba con todas sus fuerzas para evitar que el jarabe (fuese cual fuese) entrara por su boca. Nuestra imaginación tenía que recurrir a los métodos más persuasivos que pudieran existir para lograr el objetivo: que la niña tomara la “maldita” medicina y se curara de una vez por todas… y nos dejara dormir en paz.
Los métodos persuasivos se iban por el desagüe, terminaban escupidos en nuestra ropa, vomitados en el piso, arrasados por los mocos y las lágrimas de un ¡NO! que salía cual explosión de lava gutural, como si fuera la única palabra que conociera. Bueno, podría agregar que ¡MALA! era otra que acompañaba en este infeliz concierto la dulzura –olvidada en algún cajón- en ese momento.
Las tácticas un tanto más severas tuvieron que aparecer en nuestras vidas, hay una memorable a la que llamaremos: la técnica de la “momia”. Su padre, hombre bueno y paciente, la envolvía en una toalla blanca, otrora regalo promocional de Inca Kola, la sentaba sobre su regazo. Su madre, implacable con una mano le abría la boca apretando los redondos cachetes e introducía con una jeringa enorme y de un solo chorro el jarabe o sustancia que pudiera salvar la vida de la niña y ayudarla a terminar con la tortura de la enfermedad en cuestión.
Una y otra vez, fueron algunos años en lo que tuvimos que combinar, el diálogo, el premio, la Coca Cola mezclada con el jarabe, el grito, la desesperación y la técnica de la momia, hasta que las pastillas se convirtieron en la solución.
Hace unos días, una tos de perro apareció en la vida de ELLA a consecuencia de un resfrío mal cuidado, un querido doctor oriental le recetó un jarabe (dieciséis días de tortura, dos veces al día). A la sazón, aclaro que ELLA va a cumplir 21 años…
Situación: La madre se acerca con el frasco de jarabe, ELLA ya está con arcadas, maldiciendo el sabor del jarabe que tomará. La madre lo prueba para convencerla de que no es tan malo (eso es amor maternal!). ELLA se resiste, toma aire… El padre aparece con la cuchara adecuada (en broma ha traído el cucharón de sopa de la cocina), y sabiamente se retira de la escena. Madre e hija, enfrentadas con el recuerdo de “la momia”. El miedo, la angustia, se adueñan del escenario en el que se enfrentan dos mujeres adultas (¿¡?¡?¡¡?). La una con el jarabe en mano y la cuchara llena para colocarla en el lugar correspondiente. La otra, a pesar del control mental, dice: ¡No voy a poner! ¡No voy a poder!.
La madre hace uso de su autoridad (perdida hace tiempo por cierto) y de forma severa le dice: LO TOMAS!!!!! Seguido de un ataque de risa de ambas y por ende, el contenido de la cuchara se va al suelo… Vuelve a colocar la dosis. ELLA toma un sorbo de agua primero, la madre le embute la cuchara por el milimétrico espacio que su víctima ha dejado entre los dientes y luego de una arcada tan dramática como seguramente las tuvo la “Dama de la Camelias”, engulle la medicina…
Misión cumplida: faltan 31 dosis!!!!
Que la fuerza me acompañe!
No hay comentarios:
Publicar un comentario