Cuando era niña y mi
madre me llevaba a comprar zapatos sentía una gran ilusión. De pensar en salir
de la tienda después de un largo proceso de selección era toda una historia.
Recorríamos la avenida Larco y aunque generalmente acabábamos en Bata Rímac
(puesto que así era el nombre original de los 70s) de igual forma recorríamos
los anaqueles de Oeschle, Dinos y hasta de Almacenes Santa Catalina que tenía
también una sección de calzado.
Una de las cosas que más recuerdo con clara nitidez era el
hecho de sacarme el zapato que llevaba puesto y colocar el pie en una banqueta
especial que tenía dos partes. Por un lado estaba el asiento donde se sentaba
el vendedor (tapizado generalmente con marroquí color rojo) y por el otro: una
tabla que formaba con el anterior un ángulo de 45° en donde uno colocaba su
pie. Además, contaba con un detalle extra que era una suerte de medidor de
talla. Iba desde el 35 hasta el 42 si mal no recuerdo.
Esa banqueta –que veo desaparecida en la actualidad- tenía un encanto especial para mí, puesto que
soñaba con llegar al tamaño mínimo (35) para poder usar zapatos de grande. Sin
embargo, era igual; puesto que cuando el señor que atendía llegaba con el
zapato nuevo para probármelo pasaba a otro procedimiento importante. Con sumo
cuidado, se sentaba en la banqueta educadamente y te colocaba el zapato con
mucha delicadeza. Por un lado, la mirada ilusionada de una niña que quizás
compraba sus primeros zapatos de charol; por otro, la supervisión de la madre
perfeccionista esperando por fin encontrar el calzado adecuado y acorde con el
presupuesto planteado.
Quien lea esto podría pensar que suena casi a fetichismo, pero
no. Estas líneas solo están llenas de melancolía.
Les explico. El otro día fui a la avenida Larco a buscar un
par de sandalias cómodas para el verano. Ahora, por cierto, hay zapatería por doquier.
Durante mi caminata hice el enlace con la perdida época de mi infancia a la que
he hecho referencia. En cada local que entraba busqué la banqueta inexistente.
Uno se prueba el zapato, te agachas sola, te levantas sola, te pruebas sola.
Inclusive, nadie te saluda y peor aún –cosa que me ocurrió- cuando necesitas
ayuda de la dependiente, puede que esta se esté sacando alguna espinilla del
rostro y ni note tu presencia.
Como diría Manrique: “todo tiempo pasado fue mejor”…
Pd. He tratado, investigado y puesto google de cabeza, y no
he podido encontrar una imagen de esa famosa banca “pruebazapatos”.
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