Cuando nosotros éramos niños y
espero que en el “nosotros” se incluyan muchos lectores, soñábamos con ser
grandes. Ser grandes era señal de independencia, libertad, tener la sartén por
el mango. En pocas palabras, poder hacer lo que nos daba la gana.
Creo que teníamos una ligera
conciencia de que además, implicaba asumir ciertas responsabilidades puesto que
del tipo de vida que habíamos llevado de niños crecíamos con algunas
herramientas valiosas. Pedir permiso, respetar a nuestros padres, estudiar para
pasar el año (aunque fuese raspando), estudiar al menos mes y medio en el verano
si no pasabas, meternos en algún taller de vacaciones útiles, entre los que
recuerdo. Un conjunto básico de muestras de responsabilidad que te obligaban (a
veces a la fuerza) a asumir ciertos compromisos. En resumen, algunas pinceladas
de preparación para la adultez.
Cuando los años iban pasando,
muchos padres iban soltando ciertas amarras, permisos. Llegar un más tarde,
quedarnos a dormir en casa de amigos, tomar el bussing solos, fumar. La lista
puede ser larga, despendía en todo caso del estilo de crianza y nuestro
comportamiento.
Jugábamos a romper las reglas, quién
no. Jugábamos a tensar la cuerda, quién no. Jugábamos a subir la hora de
llegada. Jugábamos, discutíamos, gritábamos, tirábamos puertas; sin embargo,
sabíamos perfectamente que un NO era un NO, y que si levantábamos la voz más de
lo acostumbrado algo perderíamos en el camino o cargaríamos con las
consecuencias.
Queríamos ser grandes,
liberarnos. Queríamos ser dueños de nuestras propias vidas. Eso quería yo, al
menos, cuando era niña y más cuando fui adolescente. Cuando cumplí 18 años, seguía
queriendo lo mismo y recién cuando empecé a ganar mi propio dinero pude “sentir”,
realmente “sentir” que la independencia era algo más que hacer lo que me diera
la gana.
No sé en qué momento dejé de ser
adolescente para convertirme en adulto, supongo que esa línea difusa fue
formándose de a pocos, pero fue duro. Fue una lucha dolorosa. Recuerdo algunas
esporádicas peleas con mi madre, lágrimas, palabras mal dichas, frustración y
euforia. Nada grave, no por ello menos doloroso.
Hoy, en pleno siglo XXI, vivimos
una diaria contradicción. Los niños de once años aún no quieren ser como su
mamá, quieren ser como su prima X que la pasa “chévere”; no le encanta jugar xaxes,
quiere maquillarse, hacerse la Keratina, entre otras miles de actividades típicas
de la adolescencia actual. Obviamente quien tiene Facebook publica parte de sus
logros, sus viajes, sus gustos, mil detalles de su vida personal (e íntima).
Est@ niñ@ de once años, se le
plantará a los papás, le dirán lo que quiere, cuándo lo quiere y cómo lo quiere.
Reclamará cómodamente, conchudamente que “le llega esperar” y que “mejor vamos
porque estoy abrumado@”.
Dramatizará con todo el disfuerzo loco imitar formas
de hablar: “ay oye”, “fácil que…”, “de la nada…”, “…qué te pescaste el fin de
semana”. Verá algún reality con devoción porque le encantaría participar o
tener el propio y le parecerá mostro, que “un murciélago sea un conjunto se
islas”.
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