miércoles, julio 27, 2011

¡Feliz 28!



Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi madre es su entusiasmo por las Fiestas Patrias, y cómo trató de mantenerlo siempre. Planeaba con amplio rigor la agenda de esos días. Cuando veo hacia atrás no puedo evitar convocar a mi memoria ciertas escenas que se repetían año tras año, mi niñez, mi adolescencia y mi adultez estuvieron marcadas por esos dos días en los que el mundo se detenía.

¿A qué se ha debido este recuerdo? Pues a que hoy día el cartero de mi barrio dejó un sobre con su tarjeta que decía: Felices Fiestas Patrias le desea Juan Azaña (encargado de su correspondencia) con su escarapela impresa más. La idea, para los que no saben de ello, es luego venir por el mismo sobre que contendrá un dinerillo para “celebrar” tan digna fecha. De hecho, esta antigua tradición (puesto que es eso una tradición y no una obligación) debe conservarse en pocos barrios. Casi no hay carteros, solo empresas de courier y los correos electrónicos dejaron sin chamba a varios señores. Otros, que recibían igual propina por estas fechas eran los encargados de recoger la basura, mal llamados “basureros”. Sobrecito con dinerillo también para ellos, que además de cajón tocaban el timbre de la casa el 28 o el 29 con el requerimiento del caso.

Es curioso, puesto que aunque parezca extraño, ese recuerdo pesa en mí mucho más de lo que es la Navidad, por ejemplo. Los que me conocen cercanamente saben que además mi espíritu navideño es NULO, y los que me conocen más notarán un ligero cambio de mi personalidad en la celebración patria. Vuelvo a ser un poco la niña entusiasta de lo que la fecha encarna. Aunque todavía guardo ciertos escrúpulos pondría una banderita en la antena de mi carro (acabo de recordar que no tengo antena…).

Escuchar el discurso presidencial siempre fue, en mi casa familiar, una tradición que convocaba frente al televisor a propios e invitados. Tengo escenas mentales de ver a Velasco hablando desde el Palacio de Gobierno en un gran televisor con imágenes blanco y negro. Pero también recuerdo haber caído en un reparador sueño en el durante, o simplemente no entender nada de lo que decía. De adulta, escenas concretas: Alan parafraseando a Gonzales Prada con “los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”, en 1998, cien años después.


Cuando la televisión nacional (léase canal 7) transmitía el Besamanos, que como diría Pardo y Aliaga así se llamaba en el tiempo de los virreyes y se seguirá llamando igual (porque no cambiamos) no me perdía ni una. El saludo de los embajadores, de las autoridades era comentado por todos los que estábamos observando. Mira a fulano, qué se habrá puesto la Primera Dama, etcétera. Hasta que la puerta se cerraba para dar paso al gran Banquete (y nosotros también).


El 29, generalmente día lluvioso, prender temprano la tv para ver el Desfile Militar, otro recuerdo vívido era que a mediodía se destapaba una cervecita con algún piqueo para ir entreteniendo el estómago mientras que se veía el paso de los soldados. Qué mejor que estar muriéndose de frío en la Avenida Brasil.

En verdad, veo con nostalgia esos días, puesto que siento que el ánimo protocolar/familiar de las Fiestas Patrias se me quedó en el camino. Tengo sentimientos encontrados entre escuchar todas las pajas mentales que demanda el esperado discurso presidencial, porque ahora toooooooooooodos comentan, toooooooooooodos son especialistas y por otro lado, querer y no querer ver la “Gran Parada Militar” porque lo considero una tontería y un gasto innecesario del dinero del Estado.

Hoy, la solemnidad del aniversario patrio se ha perdido un poco. Hoy huimos de nuestra ciudad, nos refugiamos en nuestro interior, tenemos el 28 y 29 como excusa, pero no como celebración. Usamos la escarapela tal vez porque nos obligan a ello, puesto que deben ser pocos a los que les nazca de corazón (y no por esnobismo). Hoy mezclamos Panetón, con Turrón de Doña Pepa y Picarones… total todo es festivo y todo es supuestamente peruano. Hoy somos parcialmente peruanos. Cuando ganamos un partido, cuando nos va bien en la economía, cuando comemos más rico que los de Perú- Nebraska.

Hoy nos falta corazón blaquirrojo. Habría que empezar a recuperarlo.

martes, julio 19, 2011

Un cuento corto de un cuentista grande




Buscando cuentos para leerles a mis alumnos, me encontré con este de Juan José Arreola y recordando que alguna vez les invité a leer otro, ubicado también en un autobús, aquí les dejo esta delicia llamada LA REPUTACIÓN.

La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.

La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.
Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.

Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: "He aquí un caballero". Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.

Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.

Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.

Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de héroe. Me sentí al borde del drama.

En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.

Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.

Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.

lunes, julio 11, 2011

... no podía ser menos



Escuché a Facundo Cabral en mis tiempos universitarios, y lo seguí escuchando durante los tiempos posteriores; ahora, me llegó la noticia de su muerte, y recordé tanto. Él murió con la vida arrancada de las manos, con el amor a la vida que transmitía en sus canciones, con el amor a la justicia, con optimismo, con humildad...

Les dejó esta suerte del himno a la vida. Palabras que deberían ser la oración diaria de todo ser humano...


Esta es la canción que canto cada mañana al despertar,
para agradecerle al Cielo,
la gentileza de un nuevo día,
es decir de una nueva oportunidad.
Porque siempre se puede empezar de nuevo.

Este es un nuevo día,
para empezar de nuevo,
para buscar al ángel,
que me crece los sueños.

Para cantar,
para reir,
para volver
a ser feliz.

Todos nacemos con un ángel de la guarda,
pero pocos lo conservamos,
todos tenemos una conciencia,
pero pocos la escuchamos,
Hay quien prefiere la televisión.

Todos somos ricos, es decir hijos de Dios,



pero pocos lo sabemos.

Perdona hermano que yo no entienda que no seas feliz
en tan bello planeta,
que hayas hecho un cementerio de esta tierra,
que es una fiesta.

Tienes un corazón, un cerebro,
un alma, un espíritu,
entonces cómo puedes sentirte pobre y desdichado.

Ahora mismo le puedes decir basta a la mujer que ya no te gusta,
al hombre que ya no amas,
al trabajo que odias,
a las cosas que te encadenan a la tarjeta de crédito,
a los que quieren dirigir tu vida.

Ahora mismo le puedes decir basta al miedo que heredaste,
porque la vida es aquí y ahora mismo.

Este es un nuevo día,
para empezar de nuevo,
para buscar al ángel,
Que nos crece los sueños.

Para cantar,
para reir,
para volver
a ser feliz

miércoles, julio 06, 2011

Día del maestro -segunda parte-

Suele ocurrir que como los padres no quieren pelearse con sus hijos para evitar que estos se separen de ellos (y vayan contra la naturaleza del proceso de adolescencia en búsqueda de su propio yo), generalmente le dan a la criatura una excesiva libertad para la que no está preparado. Definitivamente queda claro, que en realidad esta permisión es un respiro para los padres, puesto que ellos también tienen derecho de descargar su mochila para su propia distracción y no tener que sacrificarse en las idas y recogidas, supervisión, etcétera.



En este período, si los padres plantean así su relación, el chico que no es tonto, cuenta además con la complicidad de los amigos, el sobreuso del celular, la facilidad de conseguir un taxi, el usar ropa y maquillaje exagerados (que cambia al salir de casa). Es decir, contribuye a usar “maravillosamente” el tiempo libre; es decir, todo el día y toda la noche, especialmente si es período de vacaciones veraniegas.



Los padres no les colocan límites claros, límites que todo ser humano necesita, lo vigila a la distancia, confía exageradamente más allá de lo prudente, no coordina con otros padres frecuencia de horarios, permisos de llegada después de las fiestas, y obviamente, como pasa desde tiempos inmemoriosos: papi dice una cosa y mami dice otra…


Cuando sumamos lo anterior, a que los padres se dan cuenta que la cosa ha perdido el control y por ende, ya no son sujetos de autoridad. Asumen que sus hijos pueden tomar decisiones solos puesto que a los 14 o 15 años ya saben perfectamente, PERFECTAMENTE, qué es correcto o que es incorrecto… Cuando, como diría una vieja tía mía, no saben ni lavarse bien los dientes…


Ahora, sigamos sumando: estos padres reciben una citación del colegio. La falta de límites en casa ha llegado a invadir lo académico, y aparecen algunos problemas de los que hablo al inicio de mi reflexión. En ese momento pasa este pensamiento por la cabeza de los padres: O trato de que mi hijo esté en la cita para que el profesor vea cómo sé gritarle a mi hijo y llamarle la atención, o le soy severo con el profesor para que vea que yo sí soy modelo de autoridad y más bien, en el colegio NO SABEN cómo manejar a los chicos.



En el fondo, los chicos de estos padres sobreviven. Sobreviven a sus padres, sobreviven a sus profesores, entran a la universidad de su preferencia –gracias al facilismo del sistema (otro temita)- y seguramente les irá medianamente bien en la vida. Mi reflexión es ahora, al acabar, una preocupación: ¿esta generación de colegiales, cómo criará a sus hijos?


Feliz día a todos los que enseñamos, como padres, como profesores, como humanos. No bajemos la guardia. Como madre lo digo: la educación empieza en casa, sigue en casa y acaba en casa. La instrucción se inicia en el casa, sigue en el colegio y se valora en la universidad. Depende de la base para que la construcción de una persona no tambalee.

martes, julio 05, 2011

Día del Maestro, primera parte

En el próximo Dia del maestro mi reflexión se detiene en que los padres se quejan de lo que parafraseando a Pennac, podríamos llamar “mal de escuela”. ¿Qué es esto? Pues, que el chico tiene mucha tarea, al chico lo hacen trabajar mucho, el chico no entiende nada, el chico necesita profesor particular de todo, al chico sus profesores no lo entienden, el chico no tiene tiempo de leer, el chico es inquieto y no saben controlarlo, el chico es buen chico y si es un poco lento, travieso, o ligeramente explosivo… pues para eso está en la escuela: lo tienen que educar, lo tienen que comprender, lo tienen que aguantar… es más: para eso pago.



Si es profesor le llama la atención: me quejo. Si el chico solo se saca 11: protesto. Si lo han castigado por portarse mal: pido cita. Si le piden que cumpla con el reglamento del colegio en el que ya lleva diez años: pues hago un escándalo y grito a vista y paciencia de todos. YO PADRE, soy más fuerte. YO MADRE tengo la sartén por el mango. Mi hijo nunca se equivoca

¿Cómo llegamos a este punto? Para contestar esta pregunta, tenemos que hacer una revisión a la relación padres/hijos.

Cuando el colegio empieza, se espera que los hijos sean felices en su entorno, que aprendan, que sean los mejores, que aprendan, que se diviertan, que salgan en la foto, que tenga puro 20. Algunos padres quieren, inclusive, confirmar el orgullo de tener un hijo con una suerte de reconocimiento público, puesto que el éxito de la criatura es el éxito de su crianza.



Quiero saber por qué se sacó 19 y no 20… quiero que se junte con este niño y no con aquél, quiero que lo obligues a comerse toda su comida, quiero que aprenda trombón y no armónica, quiero que sea delantero y no defensa, quiero, quiero, quiero…No quiero que le llamen la atención por decirle idiota al amiguito, es común entre ellos; no quiero cortarle el pelo porque lo tiene lindo; no quiero que le pongan mala nota porque no hizo la tarea porque llevamos al perrito al veterinario; no quiero que lo hagan leer tanto porque se aburre…no quiero, no quiero, no quiero.

Pero qué miedo, llega la adolescencia, y este niño al que se sobreprotegía, al que se tenía bajo la mirada, va a volverse según dicen todos en una suerte de bomba de tiempo: y si no se sabe manejar explotará en el momento preciso (y a la vez, menos indicado). Suele haber una gran solución: empezar a volverse “pata de mi hijo”. Es decir: la criatura pierde un padre, y ¿gana? un amigo. Craso error… el adolescente, YA tiene amigos… los padres jamás podrán serlo. La confusión es facilísima, sentirse amigo de los hijos no es SER amigo de los hijos… Ser el tipo de padres en los que los hijos confían es otra cosa totalmente distinta.... (sigue mañana)