En el próximo Dia del maestro mi reflexión se detiene en que los padres se quejan de lo que parafraseando a Pennac, podríamos llamar “mal de escuela”. ¿Qué es esto? Pues, que el chico tiene mucha tarea, al chico lo hacen trabajar mucho, el chico no entiende nada, el chico necesita profesor particular de todo, al chico sus profesores no lo entienden, el chico no tiene tiempo de leer, el chico es inquieto y no saben controlarlo, el chico es buen chico y si es un poco lento, travieso, o ligeramente explosivo… pues para eso está en la escuela: lo tienen que educar, lo tienen que comprender, lo tienen que aguantar… es más: para eso pago.
Si es profesor le llama la atención: me quejo. Si el chico solo se saca 11: protesto. Si lo han castigado por portarse mal: pido cita. Si le piden que cumpla con el reglamento del colegio en el que ya lleva diez años: pues hago un escándalo y grito a vista y paciencia de todos. YO PADRE, soy más fuerte. YO MADRE tengo la sartén por el mango. Mi hijo nunca se equivoca
¿Cómo llegamos a este punto? Para contestar esta pregunta, tenemos que hacer una revisión a la relación padres/hijos.
Cuando el colegio empieza, se espera que los hijos sean felices en su entorno, que aprendan, que sean los mejores, que aprendan, que se diviertan, que salgan en la foto, que tenga puro 20. Algunos padres quieren, inclusive, confirmar el orgullo de tener un hijo con una suerte de reconocimiento público, puesto que el éxito de la criatura es el éxito de su crianza.
Quiero saber por qué se sacó 19 y no 20… quiero que se junte con este niño y no con aquél, quiero que lo obligues a comerse toda su comida, quiero que aprenda trombón y no armónica, quiero que sea delantero y no defensa, quiero, quiero, quiero…No quiero que le llamen la atención por decirle idiota al amiguito, es común entre ellos; no quiero cortarle el pelo porque lo tiene lindo; no quiero que le pongan mala nota porque no hizo la tarea porque llevamos al perrito al veterinario; no quiero que lo hagan leer tanto porque se aburre…no quiero, no quiero, no quiero.
Pero qué miedo, llega la adolescencia, y este niño al que se sobreprotegía, al que se tenía bajo la mirada, va a volverse según dicen todos en una suerte de bomba de tiempo: y si no se sabe manejar explotará en el momento preciso (y a la vez, menos indicado). Suele haber una gran solución: empezar a volverse “pata de mi hijo”. Es decir: la criatura pierde un padre, y ¿gana? un amigo. Craso error… el adolescente, YA tiene amigos… los padres jamás podrán serlo. La confusión es facilísima, sentirse amigo de los hijos no es SER amigo de los hijos… Ser el tipo de padres en los que los hijos confían es otra cosa totalmente distinta.... (sigue mañana)
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