A veces tenemos enquistado en lo
profundo de nuestro cerebro ideas preconcebidas que nos impiden ver la vida de
otro modo. No hablo de los prejuicios que resultan ser un aspecto de la vida recontra jodido puesto que
no da lugar a la comprobación de los hechos. Hablo de las segundas, terceras o
el número que sea de oportunidades.
A veces ni siquiera son pre-
concebidas. Simplemente consideramos que hay personas que no pueden mutar, que
no son capaces de rehacerse o de abandonar viejos hábitos, especialmente lo que
los aleja de ser personas más saludables (en el sentido emocional de la
palabra). Es decir: encasillamos tanto a la gente que no creemos en los cambios
pequeños o por el contrario, sustanciales.
Solemos atrincherarnos en el
concepto o idea que tenemos de alguien y en caso de mostrar alguna actitud
diferente no le damos el crédito correspondiente. Uno tiene la exigencia social
de mantener un status quo en su forma de ser. El que dice una mentira por
ejemplo, será un mentiroso toda su vida. Desconfiamos. El que no te saludó un
día, es un malcriado del mal. El chico que no sabe será un bruto por siempre.
La gente tiene derecho a cambiar,
a mejorar (o empeorar) pero a veces no lo hace porque nuestra actitud no lo
ayuda. Esa tendencia que tenemos a estigmatizar, a encasillar, a clasificar es
un gran obstáculo. Tengo en la cabeza la frase de un antiguo alumno mío que un
día me dijo: para qué voy a cambiar si
nadie me creería… mejor me quedo como estoy aunque esté solo.
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