miércoles, octubre 17, 2007

un día del maestro cualquiera

Esto lo escribí hace tiempo.... creo que sigue vigente:

Un alumno no es un recipiente que hay que llenar,
Es un fuego que es preciso encender
Miguel de Montaigne


Una de las primeras reflexiones que se nos viene a la mente en este día, es la interrogante de por qué muchos padres y desde luego, muchos alumnos consideran que ser maestro supone no haber podido ser nada más en la vida. Al no ser aptos para carreras más prestigiosas como las de los ingenieros, médicos, abogados, etc., la vida o un conjunto de limitaciones (de distinta índole) deciden por nosotros y no nos deja más que una opción: enseñar en un colegio. ¡Terrible destino! Ergo, qué gran error el de aquellos individuos que confían la educación de sus hijos a ese tipo de gente.
No obstante, tenemos otro grupo. Los que nos sobrestiman y dejan en nuestras manos el destino de sus hijos. El problema es que toda la responsabilidad cae sobre nosotros. Es decir: el colegio debe encargarse de todo. Ello arrojará el siguiente resultado: si el niño es acertado, los padres han contribuido con en su éxito, lo que es cierto en la mayoría de las veces; si no es así: el maestro ha fracasado. ¡Terrible destino!
Con la explosión demográfica y el detrimento de la economía, las familias han optado por planificar el número de hijos que quieren tener. No hablaremos de promedios pues varían de acuerdo a los sectores socioeconómicos. Educar a un niño, dos o tres será siempre una difícil tarea. La vida misma se va complicando cada día, el estrés y las dificultades económicas contribuyen a que las relaciones familiares sean por momentos tensas y padres e hijos pierden la paciencia con facilidad. La tolerancia cero, es la madre de esta dinámica.
Si ponemos a veinticinco, treinta o cuarenta hijos provenientes de distintos hogares, con diferentes sistemas de crianza, por un promedio de ocho horas diarias, ¿qué nos espera? Suena apocalíptico y por momentos así puede sentirse. Sin embargo, qué hace que un individuo sea capaz de ponerse de pie frente a un salón de clase y dominar “a su manera” a estos hijos ajenos. Las respuestas pueden ser varias. Para algunos, paciencia, amor, generosidad, para otros, pura valentía y necesidad de llevar un sueldo a su hogar. Para los menos: una tara mental que les impidió tener una profesión prestigiosa.
Para algunos será dominar, otros dirán dictar, pero pareciera que el verbo correcto e indicado debería ser enseñar. Ser maestro no es sólo manejar bien el conocimiento de una determinada materia. Si así fuera, el mundo estaría lleno de buenos profesores. No es suficiente, Hay individuos que saben mucho de determinados temas, pero no todos tienen esa cualidad inherente de poder pararse frente a un salón de clase y enseñar.
El educador –o como quiera llamársele- deber ser en el alma del alumno lo que el buen médico es con su paciente: no sólo cura, sino que cuida. Por ello, no sólo hay que dictar, hay que educar.
Es difícil llegar al corazón de un niño, más al de un adolescente. No hay truco, solo trabajo, diario y grandes dosis de cariño: discreto, humilde y alegre. Una palabra mal dicha, una actitud hosca abre una zanja difícil de superar y en la simple lógica emocional del alumno se tiende a identificar que el curso no le gusta porque el profesor le cae mal. Por ello, nuestros errores pueden ser irreparables. Somos un referente, un modelo de comportamiento, nos guste o no; somos un ejemplo y con pena, muchas veces no nos percatamos de ellos.
En ciertas ocasiones, decimos que “este chico es un desastre porque en casa lo descuidan” y los padres dicen casi lo mismo con respecto al sistema escolar. ¿Dónde queda este ser humano desorientado que no sabe hacia dónde mirar, si nadie asume su verdadero papel, si todos buscamos un culpable para nuestros propios errores, en vez de trabajar en conjunto?
Cuando reflexionamos sobre todo lo que implica educar puede resultar repetitivo y hasta pedante pues las experiencias personales pueden terminar siendo a veces satisfactorias o tal vez desastrosas en el intento de alcanzar el éxito. Sin embargo, no hay que desistir. Siempre habrá por lo menos un alumno en el que nuestras esperanzas y nuestro trabajo se vean concretados o que al menos, nos haga parte de sus gratos recuerdos. Unos ojos que nos miren motivados y entusiastas, unos padres que nos valoren, una sonrisa diaria, un gracias.
Habrá que partir de sentirnos satisfechos con nuestra propia labor y obviamente reflejarlo. De lo contrario, efectivamente será muy fácil pensar que no pudimos conseguir otro trabajo mejor.

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